La muerte de una escritora 

 

—No te vistas de negro, Idalia. Sylvia miró a su hija con una leve sonrisa. Con esfuerzo, le acarició el pelo. —El negro no te sienta nada bien, créeme. Madre e hija suspiraron al mismo tiempo. —Sí que quiero flores. Y música. Ya sabes qué flores y qué música, ¿verdad? —La mujer cerró los ojos—. Pero no te vistas de negro. Unos días después, Idalia enterraba a su madre vestida de blanco. Sylvia Nolan había muerto una plomiza tarde de enero. En las calles de Nueva York, los copos de nieve brillaban fugazmente y desaparecían antes de llegar al suelo. La ciudad se difuminaba bajo un lecho de nubes blanquecinas. Se desvanecía silenciosa en un último homenaje a quien había descrito cada uno de sus rincones. Todos sus secretos. Erguida ante la tumba donde cuatro años antes había recibido sepultura su padre, aferrando con la mano el ramo de coloridas gerberas que enseguida lanzaría sobre el ataúd que descendía lentamente al encuentro de la tierra con un chirrido de cuerdas resecas, un pensamiento fugaz cruzó por la cabeza de Idalia. —Te equivocas, mamá. El negro sí que me sienta bien. Por supuesto que me sienta bien.

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